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domingo, 25 de mayo de 2008

Dejarse llevar

1ero. de diciembre 2007

Las veces en mi vida que me he quedado más contenta con el resultado de un trabajo: sea un artículo escrito, sea la creación de una nueva técnica de trabajo han sido esas veces donde me he concentrado de manera total en la tarea y al cabo de muy poco tiempo, tal vez minutos, tal vez una hora, como máximo, el resultado de la tarea me ha mirado desde el papel o desde mi mesa de trabajo sorprendiéndome con su completud y su originalidad, casi como si fuera creación de alguien distinto de mí.
Tengo un amigo que dirige desde hace años una revista de temas grupales que me contaba que se nota en los artículos que recibe cuando los mismos son el resultado de una inspiración de un momento, están escritos de un tirón, con una fluidez que se nota en la lectura. Uno atraviesa las líneas y el texto lo lleva a uno como montado en una alfombra mágica. Otros textos son precisos y a la vez, entrecortados… están bien escritos pero se les nota, no se sabe bien cómo, que fueron muy trabajados… muy leídos y releídos y corregidos.
Se me ocurre que la diferencia tiene que ver con esos momentos que llamamos “de inspiración” o “de trabajo”. La inspiración, la visita de las musas, es como un viaje a otro mundo donde las cosas salen solas, casi llevadas por sí mismas, encadenándose en un devenir lógico, fácil y necesario. A todos nos ha pasado en algún área. Esa materia que uno no siente haber “estudiado”, ese trabajo que salió rápido, sencillo, sin complicaciones. Esa habilidad “innata” para algo que es tan disfrutable y que no nos cuesta nada de trabajo. Uno se queda con cierta nostalgia de las veces que ese estado de gracia nos elige como sujetos de creación y luego parte, raudamente para colarse por las ventanas de otras moradas. Muchas veces deseamos capturar a las musas, encerrarlas en el placard para poder sacarlas y hacerlas trabajar a voluntad. Pero nuestros cajones no tienen llaves, o las musas son etéreas y se nos escabullen. Y nos quedamos siempre trabajando, al borde del estado de gracia. O lo que es peor aún, paralizados frente a la página en blanco, frente al escritorio o la computadora o frente al plano y las herramientas.
En estos casos, no encuentro nada mejor que “dejarse llevar”. Interrumpir el pensamiento crítico, desprenderse de las reglas y las convenciones aunque sea por ese mismo momento. Dejar fluir, dejar salir, soltar, juntar, multiplicar, probar, atreverse, dejarse “ser”. Ya vendrán los momentos de dar forma, de “emprolijar”, de hacer que el resultado “se ajuste a la consigna”.

Pero a veces hay que escucharse, tal vez dejar que los minutos pasen y poder estar atentos a “el momento”. En psicoanálisis uno podría llamarlo “atención flotante”, una forma de escucha a un transcurrir, a una línea, a un recorrido, que de pronto, en el instante preciso, encenderá los carteles luminosos y mostrará esos mojones que gritan “Aquí!!!”.
Tal vez se deba a que el material del que están hechas las nuevas ideas forma parte de un tejido espeso y denso, o frágil y liviano, según la trama del momento, armado con los hilos que conectan ideas de otros tiempos con el presente, con lo por-venir. Y también con lo que nunca será.
La creación es también la celda de algunos torturados que no pueden hacer otra cosa que dejarse atrapar por una imperiosa exigencia intima que no pueden controlar: la emergencia de algo que no les pertenece del todo, algo para lo que son canales receptivos que no pueden negarse a prestarse como carne de creación.

Es por eso que tratamos de encontrarnos con otros y en mundanas “tormentas de ideas” queremos capturar el germen de la creación aunque sea en estos sinérgicos encuentros de trabajo grupal. El tejido complejo de las ideas posibles e imposibles, presentes y pasadas, futuras e inaplicables, locas o revolucionarias es más soportable cuando hay muchos que sostienen sus bordes. La creatividad nos visita más fácil cuando la esperamos “en patota”.
Tal vez sea porque la creatividad se enseñorea de nuestros momentos, nos captura y nos saca de la norma. Nos obliga a caminar por los bordes, esos donde la soledad pesa y no tenemos la seguridad de compararnos para saber si estamos transitando el camino correcto.

O tal vez (y en parte por eso me gustan tanto los grupos) el todo es siempre mucho más que la suma de sus partes.








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